Sin duda Jesucristo es el
eje que sustenta y alrededor del cual gira la iglesia. Al entenderlo como su
centro, podemos entender al mismo tiempo, por qué aun con las vicisitudes,
persecuciones, divisiones y problemas por los que ha atravesado la iglesia en
la historia, conserva hasta nuestros días la esencia de Cristo.
San Pablo en su primera
carta a los Corintios en el capítulo 12, no pudo utilizar una mejor metáfora,
que la de un cuerpo en relación con la Iglesia:
“Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene
muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no
forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos
sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos,
esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también el
cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie:
«Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo
por eso? [...] Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros
cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como
apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros;
luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de
gobierno, diversidad de lenguas.” (1 Cor. 12: 12-15; 27-28)
Con
este ejemplo que utiliza diferentes signos, metáforas y comparaciones, san Pablo
sigue la línea del maestro de maestros, que enseñaba con diversos y ricos
ejemplos, comparaciones y parábolas. Esta figura en su momento utilizada por
San Pablo para enfrentar y superar las rivalidades, celos y rencillas a causa
de los diversos dones. En la eclesiología de hoy, volviendo a las palabras de
san Pablo encontramos una fuerte llamada a la unidad y reconocimiento de Cristo
como cabeza de nuestra Iglesia; donde la iglesia rectora, santificante, maestra
y sus ministerios, no es exclusivamente de la jerarquía eclesiástica sino, también
del laicado, que en virtud del bautismo que hemos recibido, somos templo del espíritu
Santo, y por ende agentes participantes en la acción de enseñar, santificar y
liderar de nuestra iglesia y de la cual conformamos el cuerpo, como lo pregonan
los documentos del Concilio Vaticano II. Como en su momento histórico de la
comunidad de Corinto no se trata de protagonismos, de supervalorar o subestimar
la participación y ministerios de unos y otros. Se trata de trabajar
aunadamente en la instauración del reino de Dios y lo que este significa, la
vivencia en valores de comunión, solidaridad, amor, justicia y verdad.
El hecho
de identificar a Cristo como cabeza de la iglesia lo destaca en su papel de guía,
de maestro, gobernante y sacerdote supremo. Del mismo modo vivifica e impulsa
la comunión de los miembros que conforman el cuerpo que es su Iglesia. Ante eso
vemos la necesidad de que el cuerpo se mantenga unido a la cabeza, esta
cohesión revierte en la fortaleza que solo puede venir de Jesucristo, en sus
enseñanzas expresadas en el evangelio, que traducen su vida misma, en su
naturaleza dual humana y divina, pero sobre todo en su relación filial con Dios
todopoderoso.
Al
ser el cuerpo de la iglesia y Jesucristo su cabeza, una representación importante
en el anuncio de la buena nueva que San Pablo dirige a las naciones, por esta razón lo reafirma en
sus cartas a los Efesios y a los Colosenses:
“Antes bien, siendo sinceros en el
amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el
Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que
llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes,
realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor.” Ef.
4:18-19.
“Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo.” Col 1:18
“No permitan que se lo quite quienes
vienen con una religión muy temerosa y que sirven a los ángeles. En realidad
sólo hacen caso de sus propias visiones y se inflan con sus propios
pensamientos, en vez de mantenerse en contacto estrecho con aquel que es la
cabeza. El mantiene la unidad del cuerpo entero por un conjunto de nervios y
ligamentos, y le da firmeza haciéndolo crecer según Dios.” Col 2:18-19
La respuesta del ser humano al amor incondicional, primero y sacrificado
por parte de Jesús, es mantenerse unido primero a la cabeza y segundo a los demás
miembros del cuerpo. Pues una rama separada de los sarmientos muere (Cfr. Jn.
15:1-6). Esta comunión implica escuchar a la cabeza, la solidaridad con los demás
miembros y permanecer leal a sus enseñanzas contenidas en el evangelio, pero
sobre todo la lealtad a Dios que se entrega por amor a la humanidad, amor que
fortalece el vínculo entre Dios y los hombres en su relación padre e hijo, amor
que se corresponde a la unión perfecta, al don más grande e infinito que está
por encima de todas las cosas naturales y sobrenaturales, amor del que nada
puede separarnos. (Cfr. Ef. 5:23-29; Colosenses 3:12-16; 1 Cor. 12: 1-ss; Rom.
8:28-39)
Para complementar este articulo, los invito a ver este vídeo de la audiencia papal de S.S. Francisco I, del día miércoles 19 de junio de 2013, sobre ser parte del cuerpo de Cristo:
TRABAJO COLABORATIVO
ECLESIOLOGÍA
LIC. EN FILOSOFÍA Y EDUCACIÓN RELIGIOSA
FUNDACIÓN UNIVERSITARIA
CATÓLICA DEL NORTE